Descubro mi propio rostro en la altivez con que esas olas indomables
arrancan a las rocas del Egeo quejidos como bofetadas. Solías
sentarte en la arena y transformar en versos esos sonidos que ahora
se me antojan mordaces; te creía cuando deducías inocencia en la
belleza fría de sus besos salinos.
Me arranco pellejos de debajo de las uñas mientras me veo en cada
azote. Cierro los ojos y escucho mis propios besos en los latigazos
del mar. Te fuiste y me gustaría decir que el luto al que me he
forzado tiene que ver contigo, pero es meramente egoísta. No lamento
que no hayas tenido más tiempo, sino que yo no lo haya hecho. Noto
tu ausencia en la forma en que mi ego tiene hambre, en mis muñecas
que ya no sujetas para obligarme a darme libre y sin control.
Mi amor se estrelló en ti, mi amor propio se estrelló en ti y me
hizo pensar en una capacidad de entrega a la que no podía llegar. Te
lloro en esta misma playa y sé que me lloro porque no es a ti a
quien echo de menos, sino a mí: la voz, la algarabía, el vigor
cuando te escuchaba leer poesía vieja y hacer de ella algo recién
parido.
No me rompo porque no era más que el eco de un ego insaciable, de un
deseo tan hedonista que no entiende de deseos ajenos, de tu deseo. No
me rompo porque tú fuiste el impulso, pero nunca la finalidad.
No me rompo como esas olas indomables lo hacen contra las rocas de
Mitilene porque recordaré tus pechos, y tu pluma siempre entintada,
y el calor de mi propio útero; pero nunca con la veneración ciega
de la amante deshecha por otra piel, sino con la altivez de quien no
se deshace por nadie.
Y los quejidos de las rocas, bofetadas de agua salada, se parecen al
sonido de mis besos cuando a quien besaba, más allá de tu piel, era
a mí.
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